Selva Dipasquale (Buenos Aires),
La disipación, Ediciones Recovecos, mayo de 2012.
Viajamos con Oropélida a Morteletes, ciudad a la que nunca
debiéramos haber venido. Las barrancas atesoran unos hoyos profundos y
delgados. Desde acá arriba diviso una ciénaga. Oropélida salta
velozmente de una hondonada a otra como un animal joven. Se ríe. Y
desde adentro de algún foso me dice: Quiero ser la madre-topo, quiero
ser la madre-topo. Le digo: Salí de ahí, mamá-Oropélida. Se ríe.
Desentierra la mitad de la cabeza de un hoyo, los ojos inmensos, se
vuelve a esconder.
Me pregunto seriamente por qué habrá tomado esa actitud. Miro la
ciénaga... el ventarrón me apalea y provoca una honda desolación. Bajo a
caminar por la playa. El lodo me espanta. Un hombre rubio, de unos
ojos celestes diabólicos, me alza en sus brazos. No dice nada. Y yo
tampoco. Tiene el pelo descuidado y la cara poceada. Trota dentro de la
ciénaga sin ninguna dificultad. Vamos y venimos. A pesar de esta
corrida enloquecedora logro fijar la vista, allá en lo alto, en las
barrancas.
Ella no sólo se mete en los baches naturales sino que los cava. Sale y entra erecta. Y se ramifica de color verde.
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